Nunca fue así: los aullidos, los lobos en las cordales de la niebla, el polvo en la mejilla del aserrín que gotea tan lejos, tan lejos del horizonte; se sirve en la mesa, mientras en las aceras el frío sirve platos de orfandad. Te abres, te cierras, como el Sol entre la asfixia de las nubes. No hay caballitos que galopen con libertad entre las calles de la pesadilla, ni niños que ocupen el vacío prolongado de la nostalgia. Apretuja la anestesia de los relojes, socavan las lágrimas que vienen con sangre incluida. ¿Cuándo aprenderemos a despertarnos sin que la muerte pose desnuda frente a nosotros? La noche tiene largas heridas, oculta el resuello del follaje, el ir y venir del lavatorio, el ir y venir del tormento, el ir y venir del patíbulo, crepúsculo a media asta. Un día abriremos el umbral de las lechuzas y necesitaremos un par de camisas de fuerza para el asombro. Nunca negué mis huellas a las escaleras mecánicas de las caracolas, nunca fui niño, mas ahora lo soy más que nunca; entiendo el miedo inédito de los pájaros, entiendo a tus chiches cubiertas por el musgo del ocaso. Al final uno siempre le cambia pañales al tiempo ─o quizá más bien─ él nos los cambia de un puntapié, mientras pestañean las campanas del escalofrío entre las patas de nuestra consciencia.
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