Anoche pensé que había llegado al final del camino, pero me encontré: con más puertas envueltas en sábanas, con hojarascas gimiendo en el estante del andamio, con guijarros despedazando los ojos de Abigail Williams, con puchitos de silencio descuartizadores, con vaginas escupiéndole al sexo ambiguo, con palomas huyendo del cierzo ensimismado, con cangrejos caminando recto en el dintel de la cuerda floja; luego, lo agudo de la aguja, centelleaba en el páramo de las grietas en las nubes. ─Estoy loco, siento como mi locura se expande en el cuaderno de lo imprescindible; fuerzas quizá ya no tenga, pero a veces lo flojo sacude el balcón y nutre con el néctar orgásmico el acantilado de las aves; sin embargo, la campana suena en las líneas férreas del corazón envuelto en silencios obscuros, que desde aquel sitio, grita como mujer preñada, anunciando la triste partida del comal que no terminó de hacer la última pupusa; el tiempo lo tuvo amarrado en sus manos, pero se dejo ahorcar por el grillete que aprisionaba sus ojos cristalinos. A veces me cuesta entender, me cuesta sollozar, me cuesta escribir las cosas que deben ser escritas; nada es color de rosa en este apocalipsis que carcome el acero. La lluvia es cara en estos días, los relámpagos valen poco, los truenos son muy caros y quieren partir en dos al orbe; mientras tanto, mi plumero pelea contra las marejadas polvosas de la incertidumbre, juego a ser un poco brusco en las aceras del sarcasmo, desnudo al cuervo de pie a cabeza con el bisturí del poema; peleo en el ring, en donde muchos no se atreven a enfrentarse a sí mismos; a menudo me enfrento: a la desaparición de mi espectro, a la horca, al plomo de los ricos, a la ausencia de mi sangre, al epitafio en blanco que me espera en las afueras del manicomio ecuestre.
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