Mis travesías (no hace mucho) habían olvidado el sabor,
ese sabor endemoniado del mirto y los cipreses;
¿qué destino nos espera en este mundo de gangrenas,
dónde caben nuestras lágrimas y las de los que lloran a rabia limpia?
(Sobre el asfalto ─la sangre, el vaho y la copa de hule quemado del Sol─.)
Mis ojos, ¡ay mis ojos! Ya no escuchan ni oyen el hierro de la justicia,
¿acaso estoy quedando ciego o es que la cifra de ritos sin nombre
(o la muerte) han puesto un número en mi retina casi hundida?
Esta sonata que la muerte me ha hecho tocar: es un blues sin nombre,
una copa de vino intoxicada, una escobilla enraizada a la médula,
tablatura donde quizá interprete la respuesta a todo este teatro absurdo.
Al final, solo nos queda esperar nuestro turno, mientras descienden las nubes.
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