Son incalculables los vértigos en el puerperio del crepúsculo.
Son innumerables las lágrimas en la alfombra de la borrasca.
Son incontables los páramos en los negros agujeros de cada techo.
Y ahora, nadie puede juntar los pedazos de la mar, mar oscura,
arrecife envuelto con los tentáculos cítricos de las moscas.
(¿Quién ha visto a un pájaro construyendo rascacielos?)
De nada sirven los andamios en esta fosa obscura y escarlata.
Ya nada convence a las luciérnagas, ya nadie habla con ellas,
salvo los faraones en la selva nunca vista. ─Creedme.
Ni siquiera los güistes están a salvo de las aguas de estos mares.
Frente a mí, el reflejo de las charcas en la pupila del aire,
el riachuelo de escoria entre el encaje de los andenes;
(y vos, en cuclillas bajo el relámpago del desaliento,
jugando a los alambiques macabros del automatismo.)
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