Todo es libélula en el pecho de los cuervos.
Todo es herida en los brazos resquebrajados del espejo.
Aquí, el cielo y sus velámenes conjugados en pretérito pluscuamperfecto,
las olas y sus sustantivos rellenos de ixcanal y poca labranza.
Es cierto, es tal el malestar de los puentes, la ceguera del horizonte,
que ya ni las canciones llueven con aquel pálpito de alondras y avestruces.
Suena crudo el violín de las ventiscas, la guitarra de las horas:
habrá que hacerle nudo ciego a la lluvia. Siempre abrimos.
Abrimos el pórtico de donde emana el sufrimiento y la sequía,
esa sed que quema las linternas del paraguas, esa sed que muerde
y hace orificios en el eco, voz tenue de las rocas. (Retornamos,
regresamos a casa con un puñado de moscardones en la garganta;
luego a gritos las guacalchías nos trenzan en sus nidos de laberinto.
¿Acaso habrá tumba que aguante con todas nuestras impurezas?)
En mi papel saltan los peces, como puntos suspensivos del abrojo;
como vos entre el desagüe del elixir, cascada inmolada del suplicio.
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