Hubo un tiempo en que las palabras se vestían de cieno,
mientras el arcoíris bordaba pálpitos y alegrías en sus
costados.
En aquellos días había diamantes de luz y centellas de
armonía;
no existían manos pálidas ni pañuelos invisibles entre las sábanas.
Las tormentas parecían rocío y mecanografiadas caían como
luceros.
Teníamos que capturar la voz y el suspiro musical de los
pájaros,
teníamos que pespuntar el musgo que salía de la boca de los
árboles
y contener el canto de las cigarras en cofres hechos de
ilusión y espejos.
Hubo un tiempo en que las espadas procedían solo de peces,
no era un misterio cuando alguien moría escuchando sonrisas
de jilguero.
Ahora páramos gobiernan la ciénaga, cipreses los vergeles.
¿Dónde están los cántaros de luz, los escritorios abrigados con
musgo?
¿Existe alguna forma de recuperar el tiempo que perdimos, la
voz?
Todavía guardo algunos libracos donde el océano era mácula de
alhelí;
incluso todavía escucho ─y a veces leo─ las alegorías sin
anestesia de Rimbaud.
Era todo un mar de navíos ebrios, ebrios de pasto y cálidos
pezones,
ebrios de tanto beber el sexo de las sirenas, ebrios de
vivir y cultivar la utopía,
ebrios de abrir el estuario y el cielo; mas no como ahora: ebrios de muertos y deshoras.
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