Soy la vereda donde los lamentos se desgajan.
Soy la cruz donde los muertos cuelgan sus lágrimas marchitas.
Como pregón: valijas oxidadas del viento y sus camaradas,
alambiques en torno a tu pubis y al alambrado de la razón;
sombras del tamaño de la nada, flores con herrumbre en el pómulo,
odres ebrios de sangre y tranvías que transportan postrimerías.
─Fría el habla de las campánulas, oscuro el mar que ayer fue azul.
¿Dónde estará la dialéctica escandalosa del musgo? He aquí,
usted sin vestido y con sandalias de páramo y polvo escarchado.
A veces pienso en las abejas y su agonía de iridiscencia,
en las lombrices que hacen fiesta en las barrigas
y en los harapos que como ruinas portas en tus labios.
Tengo que reinventar el tiempo, montar el corcel hacia el estuario,
dibujar todo con lo que me queda de savia y sacar paz de las digresiones.
(Habrá que pedir un poco de intimidad a la penumbra
y un poco de calor al vientre de la Luna. ¡Ha acabado la noche!)
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