La noche llega puntual a su diván.
Se acuesta, bosteza y se levanta con una navaja clavada en sus pupilas.
Las lechuzas traen sus alegorías, sus cruces, espectros sin córneas;
¿cuántos laberintos nos aguardan en el lago de las digresiones?
(Aquí en el taburete, la borrasca se traga con lamento,
mientras en mis uñas el insomnio brilla ante la indiferencia.)
Hace frío en mis zapatos, el calor gobierna en lo póstumo;
traigo conmigo un puñado de gargantas oxidadas, un piececito,
más de un millón de angustias brotadas del desborde de los ríos
y aún no sé qué pespuntar con todos estos hilos estertóreos.
¿Qué acequia puede dar libertad a tantos despojos?
¿Acaso el beso de la Luna o el abrazo de un violín
o la bofetada de una brisa sin manos o la caricia de una hoja de chichicaste?
¡Qué esperamos después de todo, si tenemos el bisturí, la camilla, los guantes
y el hospital donde existe cura hasta para el güishte más inescrutable!
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