Divido mi sangre, la divido porque no tengo más
que dividir,
incluso sostengo la linterna y enfoco los
desiertos fríos del yugo.
No tengo a donde ir, y si tengo, bajo al pubis perpetuo
para resguardarme de los trenes y de la saliva
mal herida.
En el pensamiento, nada más queda aquella camisa
de fuerza de la balanza,
la risa esquizofrénica de los nichos, el orgasmo
de esporas pétreas;
cuántos fingimos ser novelescos ante tanta
Camelia desabrigada.
(Es
inevitable lo inhóspito. Ayer. Hoy. Mañana quizá seamos una piedra perenne
o una estatua cagada por palomas que reman duro en ésta
ergástula.)
En el mutismo de la noche, siempre el insomnio,
a capela,
dibuja el flamenco que resuena en odio gitano;
mientras los cuervos,
entreabren las persianas y se llevan lo único
que poseemos:
el delirium
tremens en una vasija pagada con migajas del Wall Street.
¿Habrá zodíaco que remiende los harapos de Paris Hilton?
En las aceras, se escucha a través del llanto, se muere a través del grito.
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