Pese al reloj carcomido de mi yo interno,
intento ponerle sombrero al viento; en las aceras hay voces,
voces inclinadas hacia el candelabro intenso del silencio.
No hay arcoíris, ni sapos inflados como el músculo del
ártico;
no hay hospitales, ni manicomios untados con luces de
bengala.
La noche es una guitarra sin cuerdas, adentro hay serpientes
y uno que otro avestruz picoteando los astros bajo las
piedras.
¿Es necesario hacer sonar lágrimas contra los metales para estar
triste?
Pongo broches de obsidiana y los hombres siguen tan pálidos
como el tizne;
habrá que volver a empezar, realmente necesitamos resucitar la fatiga.
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