La lluvia azota con cierta duda sobre el tejado,
cada gota desliza salvajemente por la ventana
y las paredes enhebran el vaho teñido con algoritmos,
aunque la casa ya no sea aquella casa de chicos y juegos.
La extrañeza es la maleza que rodea sus cabellos.
La poesía hunde sus dientes entre las fauces del aire.
Hay miedo forjado en cada ladrillo, en cada ranura del
instante;
nadie puede acercarse a la casa, salvo el polvo infiltrado
como espectro.
La casa habla, llora, rompe el silencio con su pecho vacío:
late, late y late, no como un corazón lleno de vida,
sino como uno destrozado por el tiempo.
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