Todo está preparado.
Las ninfas danzan alrededor de mis constantes ataúdes.
Ellas beben en una copa el espejo de sus heridas.
Lilith las observa desde el tragaluz del umbral.
Un loco arregla la cama donde escribe su esquizofrenia.
Estas lenguas me llaman hasta el balcón de su himen.
La bruja me lanza su primer conjuro,
prepara la tortura junto a una bandeja de clavos.
La noche amputa las piernas de las flores.
Ya no hay nada más que decir.
(¡Silencio!)
El silencio de la vacuna succiona mi agonía,
la pestilencia toma mi pulso,
me ha hecho caer en coma
y las ninfas muerden a lo largo de mi cuello.
(Al fin de cuentas, me salieron espinas de los dientes
y en el habla, un breñal de corales.)
Vuelve la pestilencia y su escalpelo,
toma la decisión de bifurcarme el cerebro
para donárselo a los cuervos;
a lo lejos, escucho el sollozo de mi muñeca,
llora porque no luché y morí en su pantano;
ahora el arcano le musita al oído,
fotografía cada raudal que ulula en sus ojos.
La Luna siente clemencia de mi desdicha,
me extiende su mano a través de la ventana:
quiere liberarme de las garras de la podredumbre.
Han cortado todos mis signos vitales,
siento como por dentro corre sangre que no es mía;
es la sangre de una muñeca que toma vida
y al ras de su prostitución, nuestras fauces apolilladas.
(En esta trágica historia ─nos toca morir a nosotros─
y nuestro sarcófago, guijarros y símbolos.)
Al final solo nos queda:
colocarnos un cuchillo en nuestros laberintos
y luego perdernos en torno a su luminiscencia.
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