He entrado en el gas tóxico del infinito.
Ahí, la lluvia pálida con sus puchitos de cactus,
pedradas de guacalchías a espalda de los claveles.
A expensas de los girasoles: la transpiración de los bejucos,
guadaña entrecortada de los eructos en la saliva incinerada.
Así como dice Cruchaga: darle a lo mismo, es rayar el disco.
(Sin duda, escuchamos y observamos el fanatismo de las tarántulas,
inclinadas hacia el fetiche del arcoíris o a los astilleros del pasatiempo.)
A raíz del crepúsculo, entran en trance los hospitales del tocadiscos,
escupen hacia el cielo, caminan tras la huella del abominable hombre de las nieves.
Todos los días ─nosotros─ libramos la batalla contra las estridencias,
disonancias con voz de cloaca y cuerpo traído de la prehistoria.
Después de todo, espejito, espejito, no te inclines hacia el rencor,
ni hacia los motelitos de los faraones; deja que la longevidad te desnude
y abra tus poros hacia una canción de alelíes, baño diario del poeta.
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