Uno nunca sabe desde qué abismo masticará lentamente al
entorno.
Uno no sabe si los pájaros arrastran en sus picos el pálpito
roto de los grillos.
(En la azotea, como
una serpiente saborea las sombras la deshora.)
─El tiempo nos ha vuelto eremitas del vértigo. En la
garganta cabe el crepúsculo,
mas no sus gárgolas, ni el tranvía donde viaja cómodamente
la navaja.
En cada ojera: llevamos un cementerio sin flores, un
epitafio a oscuras,
una jaula donde se encierran a propósito los gritos macabros
de la angustia.
Cada reloj tiene un cuentagotas oculto en la saliva.
Nosotros, el descenso,
fuego fatuo que visita a diario las cajas viejas de la memoria.
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