Entre la zarza corro. Corre el viento como el tiempo.
Hay dudas enormes entre los pájaros, hay polvo,
hay moho en sus alcobas, guarumos ebrios de sangre.
─Dicen que suena el arpa, tiritan las quebradas.
Si no me creen, díganle al Arca que venga y se los diga.
Corro entre los cuervos, entre el sepulcro del silencio.
Me detengo, tomo un respiro, el enemigo pisa mis talones,
el corazón de los pastizales palpita a la velocidad del rayo
y el mío está agonizando como un pez fuera del agua.
¡Cuánta cripta, cuánto paraíso demolido por el abismo!
No hay necesidad de borrascas y calambres, las navajas carcajean
y mi cabello se ha vuelto a enredar en el laberinto del suplicio.
Ahora observo la soga, suda la rama del cedro
y empiezo a escalar el acantilado hacia el vacío:
el cierzo se ha detenido, así como la fotosíntesis,
el último acto de equilibrio está por resquebrajarse
y nunca está demás la extrañeza, la náusea del péndulo.
(¿Qué más puede hacer un mortal contra sí mismo?)
La horca no aprieta más fuerte como lo hace la sequía,
como lo hace el hambre, el escombro, la hojarasca,
la tiranía; al parecer, mi sombra se niega a morir como un monstruo.
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