Foto: Ferdinando Scianna
Después de todo no se puede detener la fuente de la locura.
Llevamos manchas en el aliento, barro en las costillas,
despojos en forma de travesías que llevan hacia el viejo olvido.
Somos la mugre de las calles, los tiliches de los astros,
somos un charco indigestado de dudas, una huella podrida para Gaia.
A veces amaestramos los perros de la noche, sacudimos el petate
y descaminamos el hálito de la muerte para después encontrarlo.
(Nada más puede ocurrir mientras contamos las gotas de los grises:
pero se entreabren los tragaluces, las estrellas alcanzan el manicomio;
como si no fueran suficientes las dagas de aquellos algorítmicos cipreses.)
─Los mayores fraudes se dan bajo el paraguas. Lo dicen los alhelíes,
después de tanta canícula esparcida como migajas entre las campánulas.
Cada crepúsculo pienso en los estuarios, en la garganta atiborrada de los andenes.
Nada de esto es lo cavilado, parece que olvidé todo lo relacionado al navío.
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