En las minas de
niebla del acantilado: aún pernoctan con sencillez los pómulos ennegrecidos de una
amapola. El resuello es un chorro de alegorías mal formadas, incluso lo
vislumbran los pájaros cuando sienten el hedor que se pega a sus plumas. Dígame si hay
vergeles en la palma de la mano del arcoíris, o si hay ruinas ─por si fuera poco─ en el pubis
soterrado de los almendros. Nada nos aturde más por las noches que el delirio
indivisible de las campánulas. Las cero horas son el crepúsculo que más nos sonríe cuando
digitalizamos sobre sus negros cabellos. Y se nos llegó la hora, las ventanas se cierran
y en el dintel descansa un pétalo de amapola, mientras suspiran las paredes al escuchar la líquida eufonía de nuestras sábanas.
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