Érase un pueblo, un soplo herido desde el corazón,
una herida indecible ante el estertor pétreo de las colinas.
En sus aceras aún brota la lejanía de un pronto abismo,
entre gárgolas y ríos de agua polvorienta, el cielo baja y
se ríe,
como dos barajas contrapuestas al vacío hueco de la
intemperie.
Desde siempre, el alba jinetea en un laberinto de huesos y
guacalchías,
se conoce poco del vértigo, los libros están llenos de
agonías agradables
y eso es la envidia de los pocos periódicos que circulan por
el mismo tablero.
Solamente él sabe a qué saben las carcajadas de la niebla,
solo él en su trono desapercibido, solo él entre la voz
ácida de las paredes.
Por aquí circula la vida con un rótulo colgado en los
cabellos,
carretas con bueyes marcan paso a paso la piel socavada del
granito.
Esta no es una historia, son humaredas que abandonan involuntariamente a mi pueblo.
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