Todavía en la fría tumba, nuestras osamentas besándose,
la Luna susurrando a nuestros féretros, para que escuchemos
a las campánulas que abren nuestras ventanas fétidas.
En el aposento frío, nuestras clavículas inmóviles,
nuestros labios caídos, desnudos por el pesar del tiempo,
derramando las últimas gotas, de las mieles de nuestras pieles.
En las cuatro paredes de nuestro mausoleo, hemos escrito de noche:
─la muerte es nada más el comienzo de la felicidad─, de nuestro camino,
sabemos, que ¡renaceremos! a la orilla del lago que no está contaminado.
Tú, acariciando mi mentón, abriendo mi boca con tus labios,
Yo, con paz interior, disfrutando estos besos maravillosos,
Él, observando nuestra fidelidad desde la bóveda celeste.
Las piedras ya no son irritantes, las tenemos por almohada,
los gusanos no parecen asquerosos, sino perfumes devoradores,
que con sus pequeñas mandíbulas devoraron nuestros malos olores.
Ahora nuestros cráneos limpios de toda carne terrenal,
ningún pensamiento, sólo el que nuestro amor eterno nos da,
sigue acariciándome amor, hasta que esto culmine en lo celestial.
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