Un indígena solloza en la oscura taberna iluminada por el candil estrellado, el cosmos de su dios se evaporó, la diosa ninfa lo abandonó, el tigre que tenía en el alma cayó ante el plomo asesino. Desde la montaña lo llamaron: animal salvaje, sinvergüenza, ermitaño, poco hombre..., sin embargo, todas estas faltas a la moral le cayeron al futuro, todo es maquinaria pesada, todo es textil, todo verde ahora es gris, todo río que era sagrado se convirtió en pecado capital, todo lago donde se bañaban las sirenas, ahora es un estanque lleno de fétidos vidrios y metales alcalinos. ¿Qué es lo que quieren quitarme ahora?, si todo cuanto tuve, ha sido mancillado por la ambición del oro, las tierras, las mujeres, ¡malditos violadores!, ¡malditos ladrones!; ahora sólo me queda: mi cultura, mi raíz, mis vestidos, mis hijos, mis granos que apenas llegan a granito de arena; todo esto es una lágrima que brota de la única tierra que tenemos en la cara, sembramos para que el gusano se coma nuestras siembras, sembramos para que el juez ciego desayune, almuerce y cene. Callado en mi choza, me acuerdo cuando danzábamos a la luz de la diosa Luna, haciendo ritual a la viva naturaleza, desnudando la grama con nuestros caites, escondiendo nuestros temores debajo de la cueva del tigre blanco. Todo es relativo, aunque no me tomen importancia en las noticias, sé que cada hora que pasa, es una hora de desierto final, para cada uno de los transeúntes que habitan en las zonas urbanas desarrolladas, que ni siquiera se acuerdan de nosotros los guerreros. Estas zonas que ahora están a punto de morir asfixiadas, con su propio humo fabricado con el oro negro del núcleo de la Tierra, que está acabando con el escudo...
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