Me desnudo ante la puerta del umbral de la conciencia, hiedra que crece constante junto a la austeridad del pensamiento. La rígida montaña en el holocausto perdido, se muestra en la apertura de algún libro, degollando a fuerza de manzanas las gargantas inconscientes del pálido ojo masturbado. Bajo el umbral de la mesa mañanera: hay buitres esperando su carroña, obligados a desmantelar cada pupila del antílope cansado, cansado de vivir bajo las circunstancias de la huida, destrozando a su paso las pobres hojarascas que se le atraviesan en el camino de piedras y cobres. Sin ver: a veces vemos más cosas, que con los ojos abiertos, sentimos que el harapo blanco es el yoga matutino, convertimos el no ver, en observar profundamente dentro de nuestra conciencia misma, obligamos a penetrar la penumbra para encontrar las piezas del reloj que nos hacen falta. Constantemente olvidamos que la puerta es una entrada y salida, pero concientizando, también puede ser un abismo en el que no debemos de caer. Profundo es el callejón por donde pasan los unicornios y no sabemos qué hacen con nuestros sueños. Tal es el caso, que las migajas que le damos al loro, cada vez lo hacen un pez más gordo, mientras nosotros fenecemos a la orilla del vértigo, junto a nuestros huesos con osteoporosis, lograda a través del veneno negro burbujeante de las botellas. Sospecho que septiembre ha sido un día, no un mes, porque simplemente las gaviotas siguen su curso, evitando al cierzo para no caer en tierra firme e involucrarse con el racimo de pobreza extrema...
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