Tomar los cadáveres de uno mismo
y enterrarlos junto al vértice de los arcanos.
(Llevamos en el interior los pedestales de nuestros miedos.)
Mientras insinúo que las piedras son nada más rocas:
la garganta del humo de la taza sostiene el malestar,
mientras mi córnea vive una odisea entre sus mares.
Vos y yo, sabemos de la decrepitud de los tornasoles,
se nos hace oscura la calle y la linterna sufre de miopía.
(Entre tanta grieta, las plantas se atragantan con astillas.)
De nuevo los pájaros gritan desde el acantilado de sus ventanas,
agoniza el enjambre tiritante bajo mis zapatos, recogen estertores.
─¿Ya no hay fábulas en el bolsillo del conejo?
Sólo una brújula y un reloj con herrumbre en el pálpito de sus ojeras.
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