Expliqué mi condición y me dijeron que estaba loco:
porque veía nadar a los sapos en la laguna del coco,
porque mi lengua se desangraba hablando verdades,
sacando del costal todo el abecedario de las libertades.
No necesito ser un filósofo para ver con ojos de águila,
no necesito tener alas para volar ni ojos de tequila.
Sólo mi cuaderno, mi pluma y mis pensamientos,
acompañan a los pájaros con alas de púas somnolientos.
Mirando el deterioro de mi cuerpo y la vejez de mis letras,
dejé fuera de mí la adolescencia y me adentré en las praderas.
Al fin y al cabo los senos de la Musa me amamantan,
embriagando mi conciencia, amaneciendo en las montañas que cantan.
Por eso la austeridad me conmueve y sigue conmoviéndome,
convirtiendo en una faena la escarcha y de este mundo alejándome.
La batalla se ha vuelto verosímil, acudiendo a los espejos,
tiritando junto a los polos y viendo a los pingüinos quedar perplejos.
A veces mi calcañar explota por la presión seca del desierto,
pero finjo que es nada más un espejismo y se abarrota lo cierto.
Los callos que circulan por las aceras de mi mente,
se convierten en mendigos con ceniza en la frente,
sacudiendo fetiches y sangrando de las rodillas dementes.
Cuando veía lo crudo de los altares, lo crudo de los entierros,
lo crudo de los manjares, lo crudo de los encierros;
pensé que este mundo no tenía una solución viable,
pero ahora sé que la poesía es un arma confiable.
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