Me encuentro vacío, escurriendo en lágrimas, sentado encima de tanto problema, maquinando estrategias de sobrevivencia, mitigando el desastre de las sílabas; plasmando en el zapato, el derrumbe de mi pecho. Frente a mí, los breñales de la muerte, los espejos de los hipócritas, el juego de colores de los políticos; el aguacero se siente como limón estrujado, el fango como el chicle de los anuncios publicitarios; ya no veo el reloj marcando la hora, sino a las agujas apuntándome como si fuera un delincuente, tal si fuera Roque Dalton muriendo en manos de ciegos. Miro a los tabancos vendiendo adicciones sin mesura, evadiendo a la ley de plumas que tenemos; sin embargo, a cada lugar que nos dirigimos, siempre hay una venta de libros, libros que son armas letales, letales porque todo ciego le teme a la luz. Mientras el insomnio me atrapa en su grillete, las figuras literarias salen como un barril de sombras, esperando que alguien las ilumine con la lámpara de la rueca. Todo pensamiento que se encuentre vacío, siempre termina llenando un espacio faltante en nuestros lectores. Todavía escucho el eco de la hojarasca en la falda de mi cerebro, empapada como virgen en su primera vez; ahora guardo el abecedario imprescindible en caja de jade, para heredarlo luego a los que escuchan a los espectros.
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