Siempre a juicio de la noche, espero el trasiego de lo incesante,
espero siempre la gota de cieno que inmola la garganta del pubis;
lo sé, al caminar entre zarzas y estiércol, la hojarasca sufre el celo,
y vos, en el suave traspatio donde las luciérnagas hacen tributos
y los cisnes baten sus alas y convierten tus besos en torbellinos.
En esa roca, donde el rocío se autoflagela, donde los gusanos se orinan,
donde vos y yo descansamos la ponzoña del orbe y nos enamoramos;
ahí, sí, ahí en esa piedra se nos convirtió la noche en vino
y nos la bebimos en un brindis donde las copas eran nuestras bocas.
Aún recuerdo, la aurora nos llegó, la tapamos con la sábana
para que volviera la noche taciturna, y ella, ¡tan romántica como siempre!,
ya no era Luna de miel, sino una noche de miel donde lo eterno se promovía:
el canto de los pájaros que acariciaba nuestros oídos, era imprescindible
y ahuyentaba el silencio con sus óperas en solo, mientras vos adornabas mi regazo
para que no le quedara dudas al reloj, que llevamos atado a nuestro pecho.
Llego el amanecer y esta vez sí, estábamos conformes:
nos entregamos en cuerpo y alma, mientras jurábamos a la eternidad el amor nuestro.
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