Tenemos que encontrar un cardo o a un pantano que al crepúsculo bautizase.
Tenemos que encontrar el sendero, el horizonte donde no flagela la vida,
la llama sin vida, el estero donde se pescan Lunas y el fénix es el delfín del umbral.
Debemos sobrevivir al rojo, liberar nuestros espejos hacia el cielo,
sacar de nuestros sarcófagos el habla de cada una de los rostros invisibles.
Caminemos hacia el vértice de la gloria o hacia el vórtice del follaje.
Saludemos al sombrero, incluso cuando sus manos estén llenas de barro o hijillo,
saludemos al Sol aunque queme nuestras entrañas casi coaguladas,
saludemos mientras pasa por aquí la negra montaña. ─¡Ya sabemos!
La ceguera llena las cantimploras y el corcho de la indiferencia nos encierra.
Encantemos al mago estúpido del tiempo, encaminemos a la horca al tizne,
leámosle cuentos a las piedras y sorteemos el paradigma de las pantallas.
¿Habrá aún arrecifes en el ánfora? Incluso llamo por teléfono y no contestan,
ni al musgo escucho en la contestadora. Tenemos que llegar al fondo del laberinto.
(Pero, ¿quién podrá encontrarnos entre tanto monte y carcajadas de estambre?)
Solo queda manchar con nuestras dudas la pared aquella del suicidio,
escupir mientras fluya en nosotros el monólogo del Nilo. Abramos el pecho:
saquemos las antorchas por donde fluye el deseo y late el péndulo;
aunque se desvanezca el iris y este ardor siempre corra hacia el oráculo y su dialéctica.
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