No fui más que un crisantemo a punto de
polvo,
asfixiante, no sé, un poco brutal con las
espinas;
pero sé, que lloro con el suplicio en la
garganta,
sufro sin elección y los caracoles saltan
de mi ventana.
(¿Temes
herirte? ¿Acaso hay diferencia entre una herida
y
una lágrima?) No hay diferencia alguna sin duda;
sin embargo, el sistema impuesto pisa nuestras
banquetas
y pone guijarros pintados de fantasía en
nuestros niños.
Bajan como unicornios por encima de mi
entrecejo:
las lágrimas crípticas de las flores
marchitas,
el tallo cae en un coma profundo, nacen
laberintos
y luego golpean con su ira al viento que
calla.
De nuevo el hielo calcina mis vértebras,
demuestra su cólera,
nos mueve de norte a sur con su ventisca en
copa rota;
el Sol ahora se jacta de construir un
nuevo averno en la tierra,
convence a los árboles para llevar a la
horca a la humanidad;
mientras los niños, inconscientes, juguetean
con las banderas
hechas del material podrido de los discursos
de un ignorante.
─¿Por qué viajas a través de los
vestigios del automatismo,
sabiendo que todo es inevitable, salvo el
morir bajo el sofoco
y terminar por inflamar más la herida de
una súplica?
Debido a mi suicidio, ruge el volcán que
estaba dormido:
ya no hay vuelta atrás, ahora sus cenizas
petrifican,
la tinta debió haber sido escuchada.
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