Suenan como espadas y hieren.
Al borde del dintel: banderas traspapeladas,
trozos de trigo hincados al ras del lodo.
(A través de mi pecho, la hiedra de tantas sábanas.)
Es duro vivir sin el petate de la armonía,
es duro ─sin duda─ caer en un río y amedrentar la podredumbre.
Frente a mí, vos con tus cabellos de almanaque sin hojas,
hinchada hasta la médula, a la espera de alfileres para el vértigo.
Aquí, las cenizas se vuelven amarillas y la respiración un martirio;
el polen de las libélulas, entra con sus puchitos de güishtes
y perfora nuestra penumbra, inyección de máscaras y tinieblas.
(¿A qué ancla se amarran nuestros arcanos, nuestras utopías;
acaso hay tregua para el silencio? Al fin de cuentas, el péndulo.)
─Ya no hay sartenes para los estertores, tampoco candelabros:
todos se han ido a dormir al ixcanal y despertaron
con una venda coagulada entre los dientes.
De norte a sur, los pilares de la angustia, garganta en plena ganzúa.
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