(Desde aquí, el fuego oscuro de las aceras.)
Puedo sentir ese frío inmenso, tortura de mi sombrero.
De mi lámpara caen las hojas como gotas de intemperie
y los árboles suben a la montaña de mi aliento.
En el traspatio de mis zapatos: el tren sin vagones,
la zarza efímera de los calcañales; ya no hay tierrita,
ni barro que una vez fue molde en mano de soles;
al fin de cuentas, el olvido siempre apolilla los andenes,
mientras los laureles caen en la distancia
ante la presencia de los que no tienen torogoces en las pupilas;
ésta ya no es una quimera, son piscuchas sin cielo,
ahora, he dejado ir la última sin posibilidad de alcanzarla.
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