A menudo nos tragamos el vértigo junto al blues amargo de la aurora.
Mientras viajo a través de las runas, el vampiro sale en la portada
con la cáscara de un niño entre los brazos, escupo a los signos
y al paradigma de que Drácula no existe; ya he clavado mi estaca,
he hecho de la sangre una verdadera ruina, un bastón del abecedario.
(Reinvento la deshora de los cuervos, escucho a los ojos de Rimbaud
y le grito guijarros al horizonte, mientras el automatismo continúa.)
Es inoportuna la búsqueda de una respuesta entre los huesos del delirio,
no es una linterna, ni tampoco la centella de una lágrima la que duele,
sino la inmutable visión de lo que una vez existió y ahora que ya no existe:
remediamos la tragedia, con un epitafio de ixcanales y laberintos sin puerta.
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