A veces, uno tiene que hablar sin tan siquiera mover la lengua. Oh, mi corazón siempre se quiebra. Ante el estigma de los mimos: algo se resquebraja, piel de espejo al borde de la pesadumbre; tropiezo, piedras, esas que en el viento decapitan la osteoporosis de las nubes. Abajo, tras el zaguán de los escapularios, la fiesta continúa ─¡un brindis por la burocracia que nos cobija!─. Quizá alguna vez fui víctima de las polillas o quizá de los escarabajos de oro o del ojo izquierdo de la calavera; dime Edgar, cómo pudiste vivir bajo el suplicio de una muerte tan gris, tan cuervo; yo ya no puedo seguir viviendo con ella en mis monólogos interiores; sumido en la premonición, esa que marca mi despiadado final y que sostiene mi cuerpo con egoísmo. Oh, mi corazón delata mi agonía; no lo desniego, en cada pluma, en cada tintero, en cada símbolo: algo oculto entre sus piernas. Quién sabe, quizá uno de estos días nos dé por enterrar nuestros huesos y demostrarle a la muerte que nosotros también podemos asesinarla. (Al fin de cuentas, nuestro pálpito seguirá como látigo entre las manos del cierzo); esto no es una ironía, ni es lo que ustedes cavilan, es la intrépida solución a la inmolación que guardamos en nuestros bolsillos. Después de todo, de mis labios solo saldrán colmenas, como mantras al borde de un abismo sin fin, sin tapujos, sin sustancias químicas, sin colorantes, un pálpito, movimiento sublime de los girasoles. Entre la cal y la arena, vos y yo entre la pira del inframundo.
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