Te levantas, pero no como Lázaro, directamente a la letrina; aquí, oirás los aullidos del demonio mientras descargas y harás de su trono una cloaca de libélulas; luego con el vértigo bien conjugado en el estómago, tratarás de lamerte la cara con la poca agua estancada que ha salido del vientre de las nubes; podría ser de la pileta de los pollos o quizá del bebedero de las polillas. La sed, ¡ah la sequía!, poco a poco se irá notando en los abismos del espejismo de tus ojos. ¿Escuchas el trinar del pájaro espectro, ese que dicen que es el ave nacional? Después de haberle enjuagado los vellos a tu cara, te pondrás la indumentaria de hace tres fechas, porque piensas que caminaste lejos de la podredumbre; ya apurado, verás como el reloj hipócrita se reirá de ti a carcajadas con su ¡tic tac!, ¡tic tac! ¿Acaso he dicho reloj? Ese reloj que despierta con su estridencia de mil caballos de esquizofrenia; ahora, el Sol a traición, hará que tu sombra se carbonice, luego te harás la pregunta: ¿y mi albedrío? ─Tal vez ya haya huido de este páramo, cansado de ver tanto circo en los periódicos. Terminas de vestirte y te diriges al plato del día: un huevo picoteado, frijoles atropellados, una tortilla quemada, y de beber: el asiento del balde donde reposan los hijos de Drácula. Así es el comienzo, el traspatio de la jornada de ocho horas: sin blues, sin jazz, solo horas amargas, que ni siquiera con vino se les quita lo zarrapastroso. Ya con los pulmones en la nariz, correrás como loco por la vereda, para tragar el humo verde de los carros; sin embargo, harás la señal de parada a los buses, el conductor se jugará la nariz y pasará de largo frente a tus enfados. Todo esto es lo que saca más cólera de la caja de Pandora y con mediocridad le pedirás a Dios la serenidad que necesitas. Al final, al final me resta por decirte: lo siento, pero en cualquier puerta del mundo, el patrono te pedirá que llegues al trabajo con puntualidad y nunca agradecerá lo bien que haces tu trabajo, ni lo mucho que cuesta cumplir con el castigo.
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