Veo a través del tragaluz, no encuentro ninguna linterna.
Observo: pájaros calentando el mismo calendario,
carros que juegan a la tortuga mecánica ─no ecuestre─,
niños bajo la tormenta jugando con sus piscuchas de paja;
el ermitaño a paso lento, mide la bondad de sus arrugas,
también la experiencia que guarda en sus cabellos melancólicos.
(No hay nada que ver, salvo cuando se mira el beso
y la lujuria del adoquín cuando los meandros pasan.)
Retrocedo, mientras una bocanada de tizne emerge,
el monstruo escupe fuego y yo me trago su pira.
Vuelvo, pero con una mascarilla puesta sobre mis ojos.
Ya no quiero ver lo que no he visto, ya no quiero más ventiscas;
estoy viendo lo que no he visto, no encuentro nada interesante,
salvo en las afonías horizontales del oráculo, encuentro mi horizonte.
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