Aquí vinieron con cara de honrados y me pagaron con oro. Los crucé al otro lado. Pero antes de eso, me pidieron que no dijera nada, ni siquiera al cierzo, sobre la barbaridad de riqueza que transportaban. Este río se ha vuelto áureo como los dientes del sol enfurecido, no debí aceptar su oferta, ese oro estaba maldito. ¡Ah, pobre de mí! ¡Pobres los muertos corrompidos! ¡Pirañas los estertores que dejaron junto a mi remo! Estoy disgustado, para qué se inventó este puerco trasto, esta cochina deshora. Hoy, hasta los peces me detestan y hasta el silencio de la barca se ha puesto en mi contra. ¿Qué puedo hacer para encontrar a esos tipos? Si el averno es otro universo, al igual que la furia que me ahorca con bejucos de cianuro. Tal vez usted amigo lector, ayude a este barquero a encontrarlos, no me dieron sus nombres, pero sé que se trataba de ochenta y cuatro.
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