He oído decir a muchos que los perros hieden;
pero en realidad, a los humanos les hiede más el alma.
Construyen grandes jaulas para entristecer el canto de los jilgueros,
levantan presas para sacarle sangre a los ríos y a los árboles,
fabrican armas para poblar de ánimas a la noche,
pisotean el bosque para establecer carreteras y cloacas,
implantan desagües en el paladar cristalino de los ríos,
invierten en petróleo y desangran aún más los ojos de la Tierra.
(Muchos de ustedes ya conocen el grito de la sangre.)
A veces, nos cuelgan sus camisas manchadas de muerte,
corbatas infectadas con eso que le llaman corrupción,
pantalones rasgados, faldas mutiladas, me recuerdan al purgatorio.
Una vez más, pruebo con indiferencia el sabor de la herrumbre,
como si no pasara nada. Lo cual es falso. Ellos veneran monstruos,
construyen fetiches y doblan sus rodillas frente a un puñado de gárgolas.
El llanto es cosa de muertos, pero me doy cuenta que estoy hecho de hijillo
y la naturaleza me reclama por volverme inerte e inverosímil como ellos.
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