En
su cabello portaba un desierto de ceniza, su cadera era la orilla de un oasis
defectuoso, calzaba zapatos de un dintel en ruinas y en su
regazo anidaba una alondra desnutrida por falta de semillas y leche. Sobre su piel,
güistes pululaban como ebrias polillas en búsqueda de un espejo que mostrara su tenue
existencia. Todo sigue ahí. Aunque por las noches los hados vomiten la sangre recogida de un charco de
sonetos. Cuando camina por la ciudad, su mirada desmantela los tabancos, pantalones
rotos del invierno; así es feliz ella, mira todo en uno, en uno guarda todo cuanto le excita,
todo cuanto le espanta. Sin embargo, hay un espacio no ocupado ni tan siquiera por el vacío, es un
bosque sin salida ni entrada; de pronto, un cuervo transporta un envío, no es el ojo de ella, ni su alma: es la noche que había perdido.
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