Parece una morgue el despojo de la niebla y sus osamentas
transversales al descenso de la saliva. Se desliza por el chirivisco: la náusea de las
guitarras y los violines inusuales que anuncian tanto el auxilio gangrenal como el grito en silencio
de las piscuchas. Nadie soporta la bifurcación de las olas sobre los ojos; (acaso importa, acaso importa el lodazal puesto dentro de la
garganta de las horas.) De nuevo hay guacalchías sobre el dintel y la sangre, de nuevo hay petates como gusanos rectangulares
arrastrándose bajo la nada. Sí, a veces la mejor manera de existir, es morir para que las
piedras vivan, es morir para que los pájaros reverberen. Jamás las palabras quedan en el olvido,
puedes estar seguro del hipocampo, puedes estar seguro de que sus cenizas formarán
parte algún día de tu sexo. Hay ciertas palabras bajo los escombros del follaje, bajo la
piel inasible del vértigo; por cierto, nos calcina el paraguas de la borrasca, mientras
recogemos en un tecomate todo el rocío bañado en sangre de los güistes. ¡Cuánto desdén hay en
los espejos! En el reflejo ríe a carcajadas la obsidiana, el cielo no desemboca ni quiere
prestar su vacío al resuello. Es imposible tratar de venir aquí y evadir el alambique del
insomnio; lo sabe la Luna y sus fracturas, pues ella fue la que tatuó en mí toda esta pesadilla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario