La nada todavía sigue agazapada, ahí. Es la sombra de un
monólogo, la que acuchilla por el rostro y deja ir sus
pájaros con un grillete atado entre las alas forjadas con el deseo roto de un jazmín casi ebrio (accidentado) por la sed que deja el
tránsito de los cipreses. Emergió casi desvanecida, con el pubis deshecho y los senos en migajas
por culpa de los cuervos y las esfinges, por culpa de vos y tus amarillos eclipses. Acaso
sobre las piedras, hendida la sombra hasta el espejo, de paso el río y sus cachivaches del
ocaso; de paso el otoño y sus concavidades repletas con el follaje respirado por los
muertos. De pronto, el invierno camina por las calles con un paraguas extendido hacia el
estiércol, extendido hacia el lodo que poseso canta canciones exuberantes y coquetas para las
cucarachas. La caricia está muerta, al igual que el universo dormido en los poros. Y
sobre todo, todavía se escucha el canto obstruido y metálico de los grillos: una voz de roca, una
mirada gutural, que derrite hasta los polos más gélidos del absurdo.
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