La
noche está atada al pie de un árbol casi estupefacto por las farolas que se
encienden y se apagan
al compás del péndulo; aquí y allá, el viento arrastra los blúmeres mal
tendidos sobre los
labios fríos y etéreos de una escoba, a la cual no le importa si lo que barre
es la palabra de
los grillos o el discurso fétido de los escarabajos. Y las moscas entretejen el
miedo a la podredumbre,
tal cual un tesoro, tal cual un crepúsculo con cacaxtle hecho de queresas y huevecillos
por doquier. Es asidua la niebla en los dientes góticos de las piedras. Hay
gatos en las pestañas, fibra de penumbra, el canto
no es más que una oda mal elaborada por parte de
una guitarra abandonada en el páramo, a la suerte de todos, a la suerte de
ninguno. ¿Qué tiene que ver la nada con nuestras horas de
macadamia? Siempre nos trata mal la alborada surrealista en las tardes de borrasca, ahí
bebemos la escoria, sudamos la farsa. Al fin de cuentas, el arlequín no se inventó para guardar rostros, sino para hacer uno nuevo al escombro.
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