Para morir no es necesario besar los puntos suspensivos del
ocaso.
Basta con caminar descalzo entre las grandes fosas arrugadas
de los andenes,
basta con transitar a un kilómetro por hora en el submundo
de las ojeras.
Basta con recoger las canicas y los círculos verticales de
la pesadumbre.
Todo, a través de la ventana, es asiduo al líquido
abofeteador del tiempo,
no es esperma, ni es aroma, es la indiferencia que coge lo
que puede del hartazgo.
Siempre morimos ─aunque no me lo crea─, el musgo cubre el
alma
y las caléndulas hablan de lo mal que nuestra tumba bosteza.
Ya no se puede aguardar para envolvernos con la túnica de la
noche,
la noche la vivimos desde que el Sol masturba el clítoris de
las flores;
luego, la sed es un relámpago nórdico y la escritura una
morgue sin médico forense.
¿Qué resultado nos dará la ecuación tan complicada del
sufrimiento?
─Vos, besás cada logaritmo, mientras desesperadamente la sangre busca otro estanque.
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