La mirada siniestra y de plata del cuervo guiará tus
despojos.
Luego navíos prenderán fuego en medio del océano,
donde tu anunciarás que fuiste alondra, una centella sin
cielo.
Pronto dejaré de mencionarte en canciones, poemas y mundos invisibles.
Convertiré tus huellas en un líquido ámbar áureo y
explosivo,
ahí donde el aliento nace y se escuda como ecuestre tortuga
de hielo.
Los niños pregonan que una vez te conocieron e izaron el
vuelo.
Berenice, eres manifestación de una estación sin trenes;
de pronto, la densa bruma nos convierte en falsos cúmulos de
agonía
y el crepúsculo nos arroja pedacitos de sangre envueltos en
espinas.
─Toma mi mano.
¡No puedo! Tengo miedo de saber a qué sabe la piel de las
olas,
tengo miedo de entrar en el espejo y encontrarme otra vez
con el caos.
Vuelvo a escribirte, como lo hacía hace décadas,
aunque la tinta proceda de crisantemos poseídos por la muerte.
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