Se derrama el líquido del cráneo en el polvo,
se aplasta el cántaro y se derrama la gota vital,
se encuentran restos sin restos;
la identidad platica con el silencio.
La estridencia enloquece al tímpano del orbe:
los serruchos se pelean por los jeroglíficos,
las locuras compran manicomios,
los lápices dibujan sombras.
Todo esto es verosímil:
al final la herrumbre carcome el zapato,
al final el féretro viaja en el cauce del río,
al final las cartas se ríen de las velas.
A oscuras, el azacuán se dirige por su olfato,
recoge los restos y los lleva a la morgue;
el destino de sus órganos, el banco;
el destino de su alma, a justicia de Dios.
Veo los huesos míos, como un costal,
esperando que la carrosa fúnebre
haga su recorrido por las calles
y les mienta a los tabancos;
figurando que lo que lleva,
es un producto más de venta.
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