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viernes, 21 de diciembre de 2012

Solsticio de invierno


La quietud de lo inevitable parlotea con la banqueta de mi abuelo, conversando con el tiempo y tomando vino con los minutos que caminan en el tejado de los gatos; estornuda lo sabio, estornuda lo del cosmos, estornuda en el átomo de la flor de izote que permanece quieta en la cumbre de los mayas; sin embargo, una nueva era comienza en este orbe frío y cambiante, el rastrojo todavía es visitado por las abejas que buscan miel en los escombros desteñidos. Pero, ¿qué hacemos en medio de las horas que mueren?, seguramente descosiéndonos con el cortahilos del navío y volviendo a pespuntar los cañaverales a la orilla del río o viviendo acogidos en el hospital del poema. Mientras el segundo palpita en el corazón del reloj, la lluvia trata de pasar desapercibida frente al entrecejo; pero aquí estamos para quitarle el velo y describir sus pocas proezas, no fingimos que el fango no existe y que la rueda del camión no queda atascada; arrullamos al Sol en el regazo de nuestros papeles, le contamos chistes y cuentos para mandarlo a dormir un poco. A menudo, nos ensuciamos las manos en la herrería de las metáforas; pero vale la pena esta faena, el sudor corre por mis dedos y por mis neuronas, el cansancio es enorme y a la vez ecuestre, salvo cuando Pegaso me transporta al mundo soñado. Está quieto el eco, está quieto, quieto y en silencio recoge el ruido de los coches y con él destruye la contaminación de la explotadora. El barniz no se hace esperar, cubre completamente el rocío de las amapolas; y mientras la sartén hace saltar el aceite del orgasmo, nosotros le hacemos el beso negro a la obscuridad y escurrimos como cántaros rotos.           

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