Quizá, ya este maldito dentro de este alambique.
Quizá, ya las campánulas en sus despojos
levantan el vuelo hacia los charcos de polvo
o hacia el bufido de los matraces de la vehemencia.
Procedo a ver como la reacción de las tarántulas
hacen del tizne un prurito y del puñado de estiércol
una frase taciturna con sabor a esfinges coladas.
La mesa tiembla al paso de las alas del hollín
y los insectos se embriagan bajo el tablero de la bolsa.
Al fin de cuentas, hoy en día la báscula sólo pesa
los bronces y los acantilados que gritan sus estertores
y el viento los recibe para deshacerlos en nuestros ojos;
esto viene a nosotros como una ráfaga de cenizas
y muerde las córneas de las páginas al ras del tacto.
(Nos volvemos petates y embudos de augurios,
y las fauces, nos sirven de bisturí para la epilepsia.)
Después de todo, mientras nosotros anhelamos el vértigo:
la lluvia sigue cayendo en los muelles de la dermis,
las mezclas de escarcha hacen compuestos de muerte
y en los vidrios imantados,
sólo aparecen fórmulas para llamar más polillas.
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