Siempre en el peñasco del automatismo, aquel 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10: es en ese periodo en donde las pantallas ensucian la góndola de los ojos, salvo en las raíces de los libros y en la lúcida democracia aun en andrajos, utopía inconclusa, motor sin aceite. El arcoíris nos presenta 3 puertas, sin saber el verdadero sentido de sus aldabas, hay espinas, trancas y brújulas sin manecillas: ¿tiene sentido elegir más lodo para nuestras palabras?, ¿tiene caso echarnos más angustia en el paladar a punto de derrumbarse? Y así se engaña al país de los laureles, en ese 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, mientras el semáforo se rebusca con las huellas fanáticas y el ajetreo hace de las suyas en el vórtice del iris pavimentado; desde aquí, ya observo como emerge en cada día la mugre con sus falditas, a la espera del alambique condensador de humaredas. (Estamos llenos de dudas, nos rondan esfinges en el claustro de la confianza.) Sin embargo, cuando la alforja se descose y sale lo ecuestre a la luz, del odre surge el 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1; entonces el 0, abandona, pero la herrumbre lo delata en la pesadumbre que sus pasos dejaron en los tabancos. ¿Tiene caso llenar encuestas y dejar a los arbolitos con una herida más grande que la del firmamento? Me atormentan los números, números que a su paso dejan harapos rotos atados al cerco del vértigo, vértigo que desenfunda su hedor impreso en papeles, papeles como navajas que nos tragamos al tomar el desayuno, desayuno de digresiones que inician de nuevo el conteo, para recibir luego un 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1 y el 0 nos ate al crepúsculo de los grises.
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