Encima de la Flor, él, el follaje que se inmolaba al andar.
Un veneno atravesado en el pubis del averno
le había llegado al tabanco de sus entrañas
y de un tajo arrebató de su vista al bello crepúsculo;
ese día ya le habían quitado la vida las papalotas.
La noche entraba embriagada, y ella, bebió tinieblas
junto a las boquitas adornadas encima del aro;
mustiamente salió como hojarasca en vendaval
y saltó al precipicio de sus propios estertores;
se le vino la bóveda encima, tiritó
y luego cayó postrada en la morada de un pájaro.
Desde el estudio escuché un estruendo
-pregunté-, ¿quién anda ahí? ¿Acaso un arcoíris sin cielo
o una alondra que ha perdido a sus polluelos?
El silencio me musitó, me sacudió las pupilas,
los ecos golpearon mis estribos, ─¡pisé estridencia!─;
mi espejo había servido de cama de faquir
y únicamente recogí un anillo de bodas escarlata
de los despojos que la quimera le había dejado.
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