Mis palabras se agotan al compás del fuego marino;
anido en tus ojos, como aquella cigüeña del
cigüeñal,
a la que nunca he podido negar porque es
universo
y que nadie, nunca nadie, conocerá al cruzarse
de brazos.
Siempre termino por darle vuelta al molino de
viento,
no con el aliento, ni con los brazos, sino con
la mitad del alma que me queda.
Siembro palabras porque no sé sembrar ningún
otro astro,
recojo cada estrella fugaz caída sobre la
médula del epitafio
y enchufo su luz al crepúsculo que anhela volver
a vestirse de barniz y rocío.
─¿Con qué le pagaremos al arrecife que mide
más de un trillón de vértigos?
Temo no tener relojes para contar los segundos
de las fábulas solitarias.
Temo no tener calculadora para hacer la suma
de tanto brote de espuma.
Temo ser un personaje despojado de su espada y
echado al laberinto,
donde cada despojo mira hacia la pared y termina sin olfato y sin corcel.
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