En el plano cartesiano, los vértigos infinitos de los
burdeles;
sí, la muerte tiene sus propios alambiques, lo sabes tú que
lees el cementerio,
lo sabe el gusano que arrastra en sus patas uno que otro
grito de la intemperie.
Estamos tan descosidos como el alba, desde adentro hacia
afuera como la náusea;
no sé si decirte ciprés o velamen o féretro, no sé si
llamarte niebla o guardafangos.
Tras la ventana, menguan los nenúfares bajo el rocío
centelleante de la deshora.
A cambio de qué despojos crecen las barbas del oprobio. El
arcoíris resulta una fotografía,
una fotografía en negro que despoja todo símbolo oculto tras
la vendimia.
Estamos hechizados hasta el tuétano, quizá seamos portadores
del tormento,
a tal grado que los relojes se han convertido en una
guillotina del jadeo.
¡Ah cuántos racimos de lágrimas cuelgan del vestido cobrizo
del sonido!
¿Qué hará falta para caer como las hojas o para merecer
secarse como un árbol viejo?
¿A cuántos grados centígrados está enterrada la esperanza y
sus faroles?
Otra vez, aquí, los crisantemos crearon su propio lenguaje. Usted, lo inhóspito.
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