Todavía escucho: el lánguido palpitar del sigilo, el rugir de la corcholata, los hábitos inmaduros, el reloj que se para en la ventana de la reja, las gaviotas postradas en la roca sedienta, las tortugas huyendo con sus huevos a otras costas y la arena disfrutando las lágrimas del mar. Sin embargo, el tocadiscos presiente su desaparición forzada de las urbes, las alas derraman su fuego ardiente en las gotas adoquinadas del tintero. A veces el cielo suelta sus premoniciones relampagueantes, pero el semáforo no quiere mostrar su color rojo; sólo cuando las bolas de fuego arden en la punta de las láminas, el ciego quiere ver por el anteojo del otro ciego. El sollozar del hijo del pirata se hace presente en las noticias de las ocho; mientras aquel comiendo láminas con la máquina demoledora de bienes y, a menudo los lápices se quiebran demostrando la verdad con cada letra del abecedario. Pero esto no es todo, ahora ¿dónde jugarán los niños?; esto se ha convertido en una cueva de putas ladronas, que atascan los conductos del espermatozoide joven y roban lo único humilde que tiene su cofre de los poros. Todos se lamentan en sus hamacas decapitadas: sacando mariposas de sus bolsillos, escondiendo su dolor en el regazo de sus esposas, tratando de sobrevivir a esta guerra que durará poco, pero que dejará muchas pérdidas. Los derechos existen en cada una de las hojas de nuestro cuerpo, hay que tomarlos como agua a los riñones, para que no nos violenten derechos primordiales.
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