Al salir de la puerta, me encuentro siempre con la granja
de la anáfora, de la metáfora, de la figura clásica:
encontrando desagües en el pozo letrado,
teniendo por suelo las agujas romas del néctar poético,
sacudiendo el colchón polvoso,
sacando los gazapos del candil en llamas,
dándole forma y solución a los altercados ensimismados.
Siempre que tropiezo con la piedra de dos caras,
obligo a mis pies a seguir sin tambalear:
aplastando el cacho del toro de batalla,
dibujando huevos en el vientre de la gallina,
sacando paz de las entrañas de la blanca paloma,
quitándole las espinas a la zarza tallo por tallo,
desnudando a la grama con la podadora de papel,
dejando la basura en el barril sin fondo.
Transportando los huesos de aquí para allá,
la carreta de los bueyes mecánicos,
dirigiéndolos a las asambleas de las arenas.
Volviendo a la rutina, mi sangre se torna blanca,
tomando forma de mensaje en el papel oscuro,
llevando a cabo el acantilado del vértigo maduro.
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